miércoles, 14 de noviembre de 2007

"El ángel y el niño", Arthur Rimbaud


El nuevo año ha consumido ya la luz del primer día;
luz tan agradable para los niños, tanto tiempo esperada y tan pronto olvidada,
y, envuelto en sueño y risa, el niño adormecido se ha callado...
Está acostado en su cuna de plumas; y el sonajero ruidoso calla, junto a él, en el suelo.
Lo recuerda y tiene un sueño feliz:
tras los regalos de su madre, recibe los de los habitantes del cielo.
Su boca se entreabre, sonriente, y parece que sus labios entornados invocan a Dios.
Junto a su cabeza, un ángel aparece inclinado:
espía los susurros de un corazón inocente y, como colgado de su propia imagen,
contempla esta cara celestial: admira sus mejillas, su frente serena, los gozos de su alma,
esta flor que no ha tocado el Mediodía :
«¡Niño que a mí te pareces, vente al cielo conmigo! Entra en la morada divina;
habita el palacio que has visto en tu sueño;
¡eres digno! ¡Que la tierra no se quede ya con un hijo del cielo!
Aquí abajo, no podemos fiamos de nadie; los mortales no acarician nunca con dicha sincera;
incluso del olor de la flor brota un algo amargo;
y los corazones agitados sólo gozan de alegrías tristes;
nunca la alegría reconforta sin nubes y una lágrima luce en la risa que duda.
¿Acaso tu frente pura tiene que ajarse en esta vida amarga, las preocupaciones turbar
los llantos de tus ojos color cielo y la sombra del ciprés dispersar las rosas de tu cara?
¡No ocurrirá! te llevaré conmigo a las tierras celestes,
para que unas tu voz al concierto de los habitantes del cielo.
Velarás por los hombres que se han quedado aquí abajo.
¡Vamos! Una Divinidad rompe los lazos que te atan a la vida.
¡Y que tu madre no se vele con lúgubre luto;
que no mire tu féretro con ojos diferentes de los que miraban tu cuna;
que abandone el entrecejo triste y que tus funerales no entristezcan su cara,
sino que lance azucenas a brazadas,
pues para un ser puro su último día es el más bello!»

De pronto acerca, leve, su ala a la boca rosada...
y lo siega, sin que se entere, acogiendo en sus alas azul cielo el alma del niño,
llevándolo a las altas regiones, con un blando aleteo.

Ahora, el lecho guarda sólo unos miembros empalidecidos, en los que aún hay belleza,
pero ya no hay un hálito que los alimente y les dé vida.
Murió... Mas en sus labios, que los besos perfuman aún, se muere la risa,
y ronda el nombre de su madre;
y según se muere, se acuerda de los regalos del año que nace.
Se diría que sus ojos se cierran, pesados, con un sueño tranquilo.
Pero este sueño, más que nuevo honor de un mortal,
rodea su frente de una luz celeste desconocida,
atestiguando que ya no es hijo de la tierra, sino criatura del Cielo.
¡Oh! con qué lágrimas la madre llora a su muerto
¡cómo inunda el querido sepulcro con el llanto que mana!
Mas, cada vez que cierra los ojos para un dulce sueño,
le aparece, en el umbral rosa del cielo, un ángel pequeñito que disfruta
llamando a la dulce madre que sonríe al que sonríe.
De pronto, resbalando en el aire, en tomo a la madre extrañada,
revolotea con sus alas de nieve
y a sus labios delicados une sus labios divinos.

"Nieve nocturna", Jorge Teillier

¿Es que puede existir algo antes de la nieve?
Antes de esa pureza implacable,
implacable como el mensaje de un mundo
que no amamos, pero al cual pertenecemos
y que se adivina en ese sonido
todavía hermano del silencio.
¿Qué dedos te dejan caer,
pulverizado esqueleto de pétalos?
Ceniza de un cielo antiguo
que hace quedar sólo frente al fuego
escuchando los pasos del amigo que se fué,
eco de palabras que no recordamos,
pero que nos duelen, como si las fuéramos a decir de nuevo.

¿Y puede existir algo después de la nieve?
Algo después
de la última mirada del ciego a la palidez del sol,
algo después
que el niño enfermo olvida mirar la nueva mañana,
o mejor aún, después de haber dormido como un convaleciente

con la cabeza sobre la falda
de aquella a quien alguna vez se ama.
¿Quién eres, nieve nocturna,
fugaz, disuelta primavera que sobrevive en el cerezo?
¿O qué importa quién eres?
Para mirar la nieve en la noche hay que cerrar los ojos,

no recordar nada, no preguntar nada,
desaparecer, deslizarse como ella en el visible silencio

sábado, 3 de noviembre de 2007

"Primaveral", Rubén Darío


Mes de rosas. Van mis rimas
en ronda, a la vasta selva,
a recoger miel y aromas
en las flores entreabiertas.
Amada, ven. El gran bosque
es nuestro templo; allí ondea
y flota un santo perfume
de amor. El pájaro vuela
de un árbol a otro y saluda
tu frente rosada y bella
como a un alba; y las encinas
robustas, altas, soberbias,
cuando tú pasas agitan
de los himnos de esa lengua
sus hojas verdes y trémulas,
y enarcan sus ramas como
para que pase una reina.
¡Oh, amada míaI Es el dulce
tiempo de la primavera.

*

Mira en tus ojos los míos;
da al viento la cabellera,
y que bañe el sol ese aro
de luz salvaje y espléndida.
Dame que aprieten mis manos
las tuyas de rosa y seda,
y ría, y muestren tus labios
su púrpura húmeda y fresca.
Yo voy a decirte rimas,
tú vas a escuchar risueña;
si acaso algún ruiseñor
viniese a posarse cerca
y a contar alguna historia
de ninfas, rosas y estrellas,
tú no oirás notas ni trinos,
sino, enamorada y regia,
escucharás mis canciones
fija en mis labios que tiemblan.
¡Oh, ama mía! Es el dulce
tiempo de la primavera.

*

Allá hay una clara fuente
que brota de una caverna,
donde se bañan desnudas
las blancas ninfas que juegan.
Ríen al son de la espuma,
hienden la linfa serena;
entre polvo cristalino
esponjan sus cabelleras;
y saben himnos de amores
en hermosa lengua griega,
que en glorioso tiempo antiguo
Pan inventó en las florestas.
Amada, pondré en mis rimas
la palabra más soberbia
de la frase de los versos
de los himnos de la lengua;
y te diré esa palabra
empapada en miel hiblea...
¡Oh, amada mía! Es el dulce
tiempo de la primavera.
Van en sus grupos vibrantes
revolando las abejas
como un áureo torbellino
que la blanca luz alegra;
y sobre el agua sonora
pasan radiantes, ligeras,
con sus alas cristalinas
las irisadas libélulas.
Oye: canta la cigarra
porque ama al sol, que en la selva
su polvo de oro tamiza,
entre las hojas espesas.
Su aliento nos da en un soplo
fecundo la madre tierra,
con el alma de los cálices
y el aroma de las yerbas.

*

¿Ves aquel nido? Hay un ave.
Son dos: el macho y la hembra.
Ella tiene el buche blanco,
él tiene las plumas negras.
En la garganta el gorjeo,
las alas blancas y trémulas;
y los picos que se chocan
como labios que se besan.
El nido es cántico. El ave
incuba el trino, ¡oh, poetas!,
de la lira universal
el ave pulsa una cuerda.
Bendito el calor sagrado
que hizo reventar las yemas.
¡Oh, amada mía! Es el dulce
tiempo de la primavera.

*

Mi dulce musa Delicia
me trajo un ánfora griega
cincelada en alabastro,
de vino de Naxos llena;
y una hermosa copa de oro,
la base henchida de perlas,
para que bebiese el vino
que es propicio a los poetas.
En el ánfora está Diana,
real, orgullosa, esbelta,
con su desnudez divina
y en actitud cinegética.
Y en la copa luminosa
está Venus Citerea
tendida cerca de Adonis
que sus caricias desdeña.
No quiere el vino de Naxos
ni el ánfora de asas bellas,
ni la copa donde Cipria
al gallardo Adonis ruega.
Quiero beber el amor
sólo en tu boca bermeja.
¡Oh, amada mía, en el dulce
tiempo de la primavera!

lunes, 29 de octubre de 2007

"Poema conjetural", Jorge Luis Borges



El doctor Francisco Laprida, asesinado el día 23

de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao,

piensa antes de morir:

Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.

martes, 23 de octubre de 2007

"A peor vida", Armando Uribe


Busco en vano la puerta: no hay umbrales
todo el suelo y lugar donde solía
jugar conmigo mismo a juegos tales
que no me atrevo a recordar hoy día.
Golpeo el suelo con el puño, fuerte
y se abre un hoyo cuyo nombre es muerte.

"Porque escribí", Enrique Lihn


Ahora que quizás, en un año de calma,
piense: la poesía me sirvió para esto:
no pude ser feliz, ello me fue negado,
pero escribí.

Escribí: fui la víctima
de la mendicidad y el orgullo mezclados
y ajusticié también a unos pocos lectores;
tendí la mano en puertas que nunca, nunca he visto;
una muchacha cayó, en otro mundo, a mis pies.

Pero escribí: tuve esta rara certeza,
la ilusión de tener el mundo entre las manos
—¡qué ilusión más perfecta! como un cristo barroco
con toda su crueldad innecesaria—
Escribí, mi escritura fue como la maleza
de flores ácimas pero flores en fin,
el pan de cada día de las tierras eriazas:
una caparazón de espinas y raíces

De la vida tomé todas estas palabras
como un niño oropel, guijarros junto al río:
las cosas de una magia, perfectamente inútiles
pero que siempre vuelven a renovar su encanto.

La especie de locura con que vuela un anciano
detrás de las palomas imitándolas
me fue dada en lugar de servir para algo.
Me condené escribiendo a que todos dudarán
de mi existencia real,
(días de mi escritura, solar del extranjero).
Todos los que sirvieron y los que fueron servidos
digo que pasarán porque escribí
y hacerlo significa trabajar con la muerte
codo a codo, robarle unos cuantos secretos.
En su origen el río es una veta de agua
—allí, por un momento, siquiera, en esa altura—
luego, al final, un mar que nadie ve
de los que están braceándose la vida.
Porque escribí fui un odio vergonzante,
pero el mar forma parte de mi escritura misma:
línea de la rompiente en que un verso se espuma
yo puedo reiterar la poesía.

Estuve enfermo, sin lugar a dudas
y no sólo de insomnio,
también de ideas fijas que me hicieron leer
con obscena atención a unos cuantos psicólogos,
pero escribí y el crimen fue menor,
lo pagué verso a verso hasta escribirlo,
porque de la palabra que se ajusta al abismo
surge un poco de oscura inteligencia
y a esa luz muchos monstruos no son ajusticiados.

Porque escribí no estuve en casa del verdugo
ni me dejé llevar por el amor a Dios
ni acepté que los hombres fueran dioses
ni me hice desear como escribiente
ni la pobreza me pareció atroz
ni el poder una cosa deseable
ni me lavé ni me ensucié las manos
ni fueron vírgenes mis mejores amigas
ni tuve como amigo a un fariseo
ni a pesar de la cólera
quise desbaratar a mi enemigo.

Pero escribí y me muero por mi cuenta,
porque escribí porque escribí estoy vivo.

"La musiquilla de las pobres esferas", Enrique Lihn


Puede que sea cosa de ir tocando
la musiquilla de las pobres esferas.
Me cae mal esa Alquimia del Verbo,
poesía, volvamos a la tierra.
Aquí en Paris se vive de silencio
lo que tú dices claro es cosa muerta.
Bien si hablas por hablar, “a lo divino”,
mal si no pasas todas las fronteras.

¿Nunca fue la palabra un instrumento?
Digan, al fin y al cabo, lo que quieran:
en la profundidad de la ignorancia
suena una musiquilla verdadera;
sus auditores fueron en Babel
los que escaparon a la confusión de las lenguas,
gente anodina de los pisos bajos
con un poco de todo en la cabeza;
y el poeta más loco que sagrado
pero con una locura con su cuerda
capaz de darle cuerda a la alegría
capaz de darle cuerda a la tristeza.

No se dirige a nadie el corazón
pero la que habla sola es la cabeza;
no se habla de la vida desde un púlpito
ni se hace poesía en bibliotecas.

Después de todo, ¿para qué leernos?
La musiquilla de las pobres esferas
suena por donde sopla el viento amargo
que nos devuelve, poco a poco, a la tierra,
el mismo que nos puso un día en pie
pero bien al alcance de la huesa.
Y en ningún caso en lo alto del coro,
Bizancio fue: no hay vuelta.

Puede que sea cosa de ir pensando
en escuchar la musiquilla eterna.

domingo, 21 de octubre de 2007

"El Leteo", Charles Baudelaire



Ven a mi pecho, alma sorda y cruel,
Tigre adorado, monstruo de aire indolente;
Quiero enterrar mis temblorosos dedos
En la espesura de tu abundosa crin;

Sepultar mi cabeza dolorida
En tu falda colmada de perfume
Y respirar, como una ajada flor,
El relente de mi amor extinguido.

¡Quiero dormir! ¡Dormir más que vivir!
En un sueño, como la muerte, dulce,
Estamparé mis besos sin descanso
Por tu cuerpo pulido como el cobre.

Para ahogar mis sollozos apagados,
Sólo preciso tu profundo lecho;
El poderoso olvido habita entre tus labios
Y fluye de tus besos el Leteo.

Mi destino, desde ahora mi delicia,
Como un predestinado seguiré;
Condenado inocente, mártir dócil
Cuyo fervor se acrece en el suplicio.

Para ahogar mi rencor, apuraré
El nepentes y la cicuta amada,
del pezón delicioso que corona este seno
el cual nunca contuvo un corazón.

"El Libro de Thel", William Blake



El lema de Thel
¿Sabe el águila lo que hay en foso
O irás a preguntárselo al Topo?
¿Puede colocarse la Sabiduría en un cetro plateado
O el amor en un cuenco dorado?

THEL
I

Las hijas de Mne Seraphim cuidaban sus soleados rebaños.
Todas excepto la menor. ella en lividez buscaba en el aire secreto.
Desvanecerse como belleza matutina de su día mortal:
Y bajando por el río de Adona se puede escuchar su suave voz:
Y de este modo su dulce lamento cae como rocío de la mañana.

¡Oh vida de ésta primavera nuestra! ¿por qué se marchita la flor de loto del agua?
¿Por qué se marchitan estos hijos de la primavera? nacidos sólo para sonreír y caer.
¡Ah! Thel es como un arco de agua, y como una nube que se aleja.
Como el reflejo en un espejo. como sombras en el agua.
Como sueños de pequeñuelos. como una sonrisa en el rostro de un pequeño,
Como la voz de la paloma, como un día fugitivo, como música en el aire;
¡Ah! dúlcemente podría tenderme, y dúlcemente descansar mi cabeza.
Y dúlcemente dormir el sueño de la muerte. y dúlcemente oír la voz
De aquél que paseó por el jardín al caer la noche.

El Lirio del valle respirando en la modesta hierba
Le contestó a la adorable doncella y le dijo; Yo soy una hierba acuosa,
Y soy muy pequeña, y me encanta habitar en las tierras bajas;
Tán débil soy, que la dorada mariposa apenas puede sostenerse sobre mi cabeza.
Y aun así soy visitada desde el cielo. y aquél que sonríe sobre todos.
Pasea por el valle. y cada mañana pone su mano sobre mí
Diciendo, "regocíjate humilde hierba, flor de lirio recién nacida,
Tú gentil doncella de los valles silentes. y de modestos arroyuelos;
Pues serás ataviada en ropajes de luz, y serás alimentada con maná de la mañana:
Hasta que el calor del verano te funda junto con las fuentes y manantiales
Para florecer en valles eternos": así que por qué habría Thel de lamentarse,

Por qué habría de dejar escapar un suspiro la señora de los valles de Har.

Ella se detuvo y sonrió entre lágrimas, y luego se sentó en su altar de plata.

Thel contestó. "Oh pequeña virgen del pacífico valle.
Que les das a los que no pueden implorar, los sin voz, los
exhaustos.
Tu aliento nutre al inocente cordero, él huele tus prendas de leche,
Él cosecha tus flores. mientras tú te sientas y le sonríes a su cara,
Limpiando su tierna y mansa boca de toda mancha contagiosa.
Tu vino purifica la dorada miel, tu perfume,
Que derramas sobre cada pequeña hoja de hierba que brota
Revive a la vaca ordeñada, y amansa al corcel de aliento de llamas.
Pero Thel es como una desfalleciente nube encendida por el sol naciente:
Me desvanezconde mi trono de perlas, y ¿quién me habrá de encontrar?"

Reina de los valles repuso el Lirio, pregúntale a la tierna nube,
Y ésta te habrá de decir por qué rutila en el cielo de la mañana,
Y por qué siembra su brillante belleza a través del húmedo aire.
Desciende Oh pequeña nube y ciérnete ante los ojos de Thel.

La Nube descendió, y el Lirio inclinó su humilde cabeza:
Y fue a ocuparse de su numerosa carga entre la verde hierba.

II


Oh pequeña Nube dijo la virgen, Te ordeno me digas,
Por qué no te quejas cuando en una hora te desvaneces:
Y luego te buscaremos pero no te hemos de encontrar; ah Thel no es como tú.
Yo muero. y aunque me quejo, nadie escucha mi voz.
Entonces la Nube mostró su dorada cabeza y su forma brillante emergió,
Revoloteando y brillando en el aire ante el rostro de Thel.

Oh virgen ¿acaso no sabes. nuestros corceles beben de los manantiales dorados
Donde Luvah renueva sus caballos?: ¿acaso miraste mi juventud,
Y temes porque me desvanezco y no se me ve más?.
Nada perdura; Oh doncella te lo digo, cuando muero,
Llego a una vida multiplicada en amor, en paz, y éxtasis sagrado:
Descendiendo sin ser visto, poso mis alas sobre flores aromáticas;
Y cortejo al rocío de bello mirar. para que me lleve consigo a su reluciente morada;
La llorosa virgen, temblando se arrodilla ante el sol que se eleva,
Hasta que nos levamtemos unidos en una cinta dorada, y nunca nos separemos;
Si no que caminemos unidos, llevando alimento a todas nuestras tiernas flores

¿Acaso lo haces Oh pequeña Nube? Temo que no soy como tú;
Pues camino a través de los valles de Har. y huelo las flores más dulces;
Pero no alimento a las flores pequeñas: escucho a las aves que cantan,
Pero no alimento a las aves cantoras. ellas vuelan y buscan su alimento;
Pero Thel ya no se deleita más con esto pues me desvanezco,
Y todos dirán, esta mujer vivió sin ser de ninguna utilidad,
¿O sólo vivió. para ser alimento de los gusanos al morir?

La Nube se reclinó en su aéreo trono y así contestó.

Entonces si eres alimento de gusanos. Oh virgen de los cielos,
Cuán grande es tu utilidad. cuán grande es tu bendiión; cada cosa que vive,
No vive en soledad, ni para sí misma: no temas y llamaré
Al débil gusano desde su cama subterránea, y oirás su voz.
Ven aquí gusano del valle silente, ven a tu pensativa reina.

El indefenso gusano emergió, y se sentó sobre la hoja del Lirio,
Y la brillante nube partió, para encontrarse con su compañero en el valle.

III


Entonces Thel asombrada contempló al Gusano sobre su húmedo lecho.

¿Eres un Gusano? imagen de la debilidad. ¿acaso no eres sino un gusano?
Te veo como un pequeño envuelto en la hoja del Lirio:
Ah no llores diminuta voz, que al no poder hablar. puedes llorar;
¿Es esto un gusano? Te veo indefenso y desnudo: llorando,
Y nadie te responde, nadie te reconforta con sonrisa maternal.

El Terrón de Arcilla escuchó la voz del Gusano, y levantó su piadosa cabeza;
Se inclinó sobre el quejumbroso pequeño, y su vida exhaló
En cariño lechoso, y entonces fijó sus humildes ojos sobre Thel.

Oh belleza de los valles de Har. no vivimos para nosotros,
Me viste a mí que soy la cosa más miserable, y lo soy de hecho;
Mi seno es frío para sí mismo. y para sí mismo es oscuro,

Pero aquél que ama lo humilde, derrama aceite sobre mi cabeza.
Y me besa, y amarra sus bandas nupciales alrededor de mi pecho.
Y dice; Vos madre de mis hijos, te he amado.
Y te he dado una corona que nadie te puede arrebatar
Pero cómo es esto dulce doncella, no lo sé, y no lo puedo saber,
Reflexiono, y no puedo reflexionar; y aun así vivo y amo.

La hija de la belleza limpió sus compasivas lágrimas con su blanco velo,
Y dijo. ¡Hay! No sabía de esto, y por lo tanto lloraba:
Sabía que Dios podría amar a un gusano, y que castigaba al pie malvado
Y que intencionadamente, hería su indefensa forma: pero que le regalara
Con leche y aceite, nunca lo supe; y por lo tanto lloraba,
Y me quejaba en el tibio aire, porque me desvanecía,
Y me recostaba en tu frío lecho, y abandonaba mi brillante reino.

Reina de los valles, contestó el trozo de Arcilla; he escuchado tus suspiros.
Y todos tus lamentos volaron sobre mi tejado. y yo los invité a bajar:
¿Entrarás Oh Reina a mi casa?. tienes el permiso de entrar,
Y de volver; no temas nada. entra con tus virginales pies.

IV

El terrorífico portero de las puertas eternas alzó la barra septentrional:
Thel entró y contempló los secretos de la tierra desconocida;
Vió los lechos de los muertos, y el lugar donde las fibrosas raíces
De cada corazón en la tierra hincan su incansable serpentear:
Una tierra de pesares y de lágrimas donde nunca se hubo de ver sonrisa.

Ella erró por la tierra de las nubes a través de oscuros valles, escuchando
Dolores y lamentos: a menudo esperando al lado de una tumba bañada de rocío
Se quedó en silencio. escuchando las voces de la tierra,
Hasta que al lugar de su propia tumba llegó, y allí se sentó.
Y escuchó esta voz de dolor que emanaba desde aquel hueco foso.

¿Por qué no puede cerrarse el oído ante su propia destrucción?
¡O el rutilante Ojo ante el veneno de una sonrisa!
¿Por qué están los párpados cargados con flechas alistadas,
Donde mil guerreros yacen en emboscada?
¡O un Ojo cargado de regalos y dones, dando frutos y monedas de oro!
¿Por qué una Lengua se solaza con la miel de todos los vientos?
¿Por qué es un Oído, un torbellino que se dispone a envolver a la creación?
¿Por qué se ensancha la nariz mientras temblorosa y espantada inhala terror.
¡Por qué el suave ondular sobre el juvenil y ardoroso muchacho!
¿Por qué la pequeña cortina de carne sobre el lecho de nuestro deseo?

La virgen se levantó de su asiento, y con un chillido.
Huyó desembarazada hasta llegar a los valles de Har

"La cena", Alfonso Reyes


Alfonso Reyes

La cena, que recrea y enamora

SAN JUAN DE LA CRUZ

Tuve que correr a través de calles desconocidas. El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos. Las calles estaban solas. Serpientes de focos eléctricos bailaban delante de mis ojos. A cada instante surgían glorietas circulares, sembrados arriates, cuya verdura, a la luz artificial de la noche, cobraba una elegancia irreal. Creo haber visto multitud de torres—no sé si en las casas, si en las glorietas—, que ostentaban a los cuatros vientos, por una iluminación interior, cuatro redondas esferas de reloj.

Yo corría, azuzado por un sentimiento supersticioso de la hora. Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?

Al fin los deleites de aquella falsa recordación me absorbieron, de manera que volví a mi paso normal sin darme cuenta. De cuando en cuando, desde las intermitencias de mi meditación, veía que me hallaba en otro sitio, y que se desarrollaban ante mí nuevas perspectivas de focos, de placetas sembradas, de relojes iluminados... No sé cuánto tiempo transcurrió, en tanto que yo dormía en el mareo de mi respiración agitada.

De pronto, nueve campanadas sonoras resbalaron con metálico frío sobre mi epidermis. Mis ojos, en la última esperanza, cayeron sobre la puerta más cercana: aquél era el término.

Entonces, para disponer mi ánimo, retrocedí hacia los motivos de mi presencia en aquel lugar. Por la mañana, el correo me había llevado una esquela breve y sugestiva. En el ángulo del papel se leían, manuscritas, la señas de una casa. La fecha era del día anterior. La carta decía solamente:

"Doña Magdalena y su hija Amalia esperan a usted a cenar mañana, a las nueve de la noche. ¡Ah, si no faltara!..."

Ni una letra más.

Yo siempre consiento en las experiencias de lo imprevisto. El caso, además, ofrecía singular atractivo: el tono, familiar y respetuoso a la vez, con que el anónimo designaba a aquellas señoras desconocidas; la ponderación: "¡Ah, si no faltara!. . . ", tan vaga y tan sentimental, que parecía suspendida sobre un abismo de confesiones, todo contribuyó a decidirme. Y acudí, con el ansia de una emoción informulable. Cuando, a veces, en mis pesadillas, evoco aquella noche fantástica (cuya fantasía está hecha de cosas cotidianas y cuyo equívoco misterio crece sobre la humilde raíz de lo posible), paréceme jadear a través de avenidas de relojes y torreones, solemnes como esfinges en la calzada de algún templo egipcio.

La puerta se abrió. Yo estaba vuelto a la calle y vi, de súbito, caer sobre el suelo un cuadro de luz que arrojaba, junto a mi sombra, la sombra de una mujer desconocida.

Volvíme: con la luz por la espalda y sobre mis ojos deslumbrados, aquella mujer no era para mí más que una silueta, donde mi imaginación pudo pintar varios ensayos de fisonomía, sin que ninguno correspondiera al contorno, en tanto que balbuceaba yo algunos saludos y explicaciones.

—Pase usted, Alfonso.

Y pasé, asombrado de oírme llamar como en mi casa. Fue una decepción el vestíbulo. Sobre las palabras románticas de la esquela (a mí, al menos, me parecían románticas), había yo fundado la esperanza de encontrarme con una antigua casa, llena de tapices, de viejos retratos y de grandes sillones; una antigua casa sin estilo, pero llena de respetabilidad. A cambio de esto, me encontré con un vestíbulo diminuto y con una escalerilla frágil, sin elegancia; lo cual más bien prometía dimensiones modernas y estrechas en el resto de la casa. El piso era de madera encerada; los raros muebles tenían aquel lujo frío de las cosas de Nueva York, y en el muro, tapizado de verde claro, gesticulaban, como imperdonable signo de trivialidad, dos o tres máscaras japonesas. Hasta llegué a dudar. . . Pero alcé la vista y quedé tranquilo: ante mí, vestida de negro, esbelta digna, la mujer que acudió a introducirme me señalaba la puerta del salón. Su silueta habíase colorado ya de facciones; su cara me habría resultado insignificante, a no ser por una expresión marcada de piedad...; sus cabellos castaños, algo flojos en el peinado, acabaron de precipitar una extraña convicción en mi mente: todo aquel ser me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un nombre.

—¿Amalia?—pregunté.

—Sí.—Y me pareció que yo mismo me contestaba.

El salón, como lo había imaginado, era pequeño. Mas el decorado, respondiendo a mis anhelos, chocaba notoriamente con el del vestíbulo. Allí estaban los tapices y las grandes sillas respetables, la piel de oso al suelo, el espejo, la chimenea, los jarrones; el piano de candeleros lleno de fotografías y estatuillas —el piano en que nadie toca—, y, junto al estrado principal, el caballete con un retrato amplificado y manifiestamente alterado: el de un señor de barba partida y boca grosera.

Doña Magdalena, que ya me esperaba instalada en un sillón rojo, vestía también de negro y llevaba al pecho aquellas joyas gruesísimas de nuestros padres: una bola de vidrio con un retrato interior, ceñida por un anillo de oro. El misterio del parecido familiar se apoderó de mí. Mis ojos iban, inconscientemente, de doña Magdalena a Amalia, y del retrato a Amalia. Doña Magdalena, que lo notó, ayudó mis investigaciones con alguna exégesis oportuna.

Lo más adecuado hubiera sido sentirme incómodo, manifestarme sorprendido, provocar una explicación. Pero doña Magdalena y su hija Amalia me hipnotizaron, desde los primeros instantes, con sus miradas paralelas. Doña Magdalena era una mujer de sesenta años; así es que consintió en dejar a su hija los cuidados de la iniciación. Amalia charlaba; doña Magdalena me miraba; yo estaba entregado a mi ventura.

A la madre tocó—es de rigor—recordarnos que era ya tiempo de cenar. En el comedor la charla se hizo más general y corriente. Yo acabé por convencerme de que aquellas señoras no habían querido más que convidarme a cenar, y a la segunda copa de Chablis me sentí sumido en un perfecto egoísmo del cuerpo lleno de generosidades espirituales. Charlé, reí y desarrollé todo mi ingenio, tratando interiormente de disimularme la irregularidad de mi situación. Hasta aquel instante las señoras habían procurado parecerme simpáticas; desde entonces sentí que había comenzado yo mismo a serles agradable.

El aire piadoso de la cara de Amalia se propagaba, por momentos, a la cara de la madre. La satisfacción, enteramente fisiológica, del rostro de doña Magdalena descendía, a veces, al de su hija. Parecía que estos dos motivos flotasen en el ambiente, volando de una cara a la otra.

Nunca sospeché los agrados de aquella conversación. Aunque ella sugería, vagamente, no sé qué evocaciones de Sudermann, con frecuentes rondas al difícil campo de las responsabilidades domésticas y—como era natural en mujeres de espíritu fuerte—súbitos relámpagos ibsenianos, yo me sentía tan a mi gusto como en casa de alguna tía viuda y junto a alguna prima, amiga de la infancia, que ha comenzado a ser solterona.

Al principio, la conversación giró toda sobre cuestiones comerciales, económicas, en que las dos mujeres parecían complacerse. No hay asunto mejor que éste cuando se nos invita a la mesa en alguna casa donde no somos de confianza.

Después, las cosas siguieron de otro modo. Todas las frases comenzaron a volar como en redor de alguna lejana petición. Todas tendían a un término que yo mismo no sospechaba. En el rostro de Amalia apareció, al fin, una sonrisa aguda, inquietante. Comenzó visiblemente a combatir contra alguna interna tentación. Su boca palpitaba, a veces, con el ansia de las palabras, y acababa siempre por suspirar. Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo. Pero Amalia no parecía consciente del daño que me ocasionaba. Continuaba con sus sonrisas, sus asombros y sus suspiros, en tanto que yo me estremecía cada vez que sus ojos miraban por sobre mi cabeza.

Al fin, se entabló, entre Amalia y doña Magdalena, un verdadero coloquio de suspiros. Yo estaba ya desazonado. Hacia el centro de la mesa, y, por cierto, tan baja que era una constante incomodidad, colgaba la lámpara de dos luces. Y sobre los muros se proyectaban las sombras desteñidas de las dos mujeres, en tal forma que no era posible fijar la correspondencia de las sombras con las personas. Me invadió una intensa depresión, y un principio de aburrimiento que se fue apoderando de mí. De lo que vino a sacarme esta invitación insospechada:

—Vamos al jardín.

Esta nueva perspectiva me hizo recobrar mis espíritus. Condujéronme a través de un cuarto cuyo aseo y sobriedad hacía pensar en los hospitales. En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.

Nos sentamos bajo el emparrado. Las señoras comenzaron a decirme los nombres de las flores que yo no veía, dándose el cruel deleite de interrogarme después sobre sus recientes enseñanzas. Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo. Apenas me dejaba escuchar y casi no me permitía contestar. Las señoras sonreían ya (yo lo adivinaba) con pleno conocimiento de mi estado. Comencé a confundir sus palabras con mi fantasía. Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello.

La oscuridad, el cansancio, la cena, el Chablis, la conversación misteriosa sobre flores que yo no veía (y aun creo que no las había en aquel raquítico jardín), todo me fue convidando al sueño; y quedéme dormido sobre el banco, bajo el emparrado.

-

—¡Pobre capitán!—oí decir cuando abrí los ojos—Lleno de ilusiones marchó a Europa. Para él se apagó la luz.

En mi alrededor reinaba la misma oscuridad. Un vientecillo tibio hacía vibrar el emparrado. Doña Magdalena y Amalia conversaban junto a mí, resignadas a tolerar mi mutismo. Me pareció que habían trocado los asientos durante mi breve sueño; eso me pareció...

—Era capitán de Artillería—me dijo Amalia—; joven y apuesto si los hay. Su voz temblaba.

Y en aquel punto sucedió algo que en otras circunstancias me habría parecido natural, pero que entonces me sobresaltó y trajo a mis labios mi corazón. Las señoras, hasta entonces, sólo me habían sido perceptibles por el rumor de su charla y de su presencia. En aquel instante alguien abrió una ventana en la casa, y la luz vino a caer, inesperada, sobre los rostros de las mujeres. Y—¡oh cielos!— los vi iluminarse de pronto, autonómicos, suspensos en el aire—perdidas las ropas negras en la oscuridad del jardín—y con la expresión de piedad grabada hasta la dureza en los rasgos. Eran como las caras iluminadas en los cuadros de Echave el Viejo, astros enormes y fantásticos.

Salté sobre mis pies sin poder dominarme ya.

—Espere usted—gritó entonces doña Magdalena—; aún falta lo más terrible.

Y luego, dirigiéndose a Amalia:

—Hija mía, continúa; este caballero no puede dejarnos ahora y marcharse sin oírlo todo.

—Y bien—dijo Amalia—: el capitán se fue a Europa. Pasó de noche por París, por la mucha urgencia de llegar a Berlín. Pero todo su anhelo era conocer París. En Alemania tenía que hacer no sé qué estudios en cierta fábrica de cañones... Al día siguiente de llegado, perdió la vista en la explosión de una caldera.

Yo estaba loco. Quise preguntar; ¿qué preguntaría? Quise hablar; ¿qué diría? ¿Qué había sucedido junto a mí? ¿Para qué me habían convidado?

La ventana volvió a cerrarse, y los rostros de las mujeres volvieron a desaparecer. La voz de la hija resonó:

—¡Ay! Entonces, y sólo entonces, fue llevado a París. ¡A París, que había sido todo su anhelo! Figúrese usted que pasó bajo el Arco de la Estrella: pasó ciego bajo el Arco de la Estrella, adivinándolo todo a su alrededor. . . Pero usted le hablará de París, ¿verdad? Le hablará del París que él no pudo ver. ¡Le hará tanto bien!

("¡Ah, si no faltara!"... "¡Le hará tanto bien!").

Y entonces me arrastraron a la sala, llevándome por los brazos como a un inválido. A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.

—Hélo aquí—me dijeron mostrándome un retrato.

Era un militar. Llevaba un casco guerrero, una capa blanca, y los galones plateados en las mangas y en las presillas como tres toques de clarín. Sus hermosos ojos, bajo las alas perfectas de las cejas, tenían un imperio singular. Miré a las señoras: las dos sonreían como en el desahogo de la misión cumplida. Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato. El retrato tenía una dedicatoria y una firma. La letra era la misma de la esquela anónima recibida por la mañana.

El retrato había caído de mis manos, y las dos señoras me miraban con una cómica piedad. Algo sonó en mis oídos como una araña de cristal que se estrellara contra el suelo.

Y corrí, a través de calles desconocidas. Bailaban los focos delante de mis ojos. Los relojes de los torreones me espiaban, congestionados de luz...¡Oh, cielos! Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.

Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.

(De El plano oblicuo, 1920)

"Borges y yo", Jorge Luis Borges



Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pase de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con el infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página.

jueves, 10 de mayo de 2007

I













Dejé el miedo en la entrada y,
a paso cauteloso,
me adentré en la oscuridad siguiendo su canto.

Fue entonces que te divisé,
majestuosa, bella, difusa,
bailando con las sombras del fondo del abismo.

Miré una última vez hacia atrás
y salté.